domingo, 7 de febrero de 2010

tormenta

Empezaba a llover a cantaros como nunca he visto. Las gotas resonaban en el césped y en el porche de casa como nunca había escuchado antes. El canalón rebosaba tanto agua que el sonido era como el de un murmullo de dos amigos hablando muy bajito. La fuerza de la lluvia venia y se volvía a ir. Cuando venia la lluvia con fuerza, el sonido era como el de un huracán que arremetiera contra la casa y movieran hasta los cimientos. Cada trueno, resonaba en el cielo, lo partía en dos y se abría un vacío en él, del que salía un ruido tan atronador, que mataba hasta la propia tormenta.

Era tal el ruido, que tenía su eco en el jardín. La puerta temblaba como si llamaran a golpazos para entrar a por mí. Las paredes rechinaban como si se fueran a romper de un golpe por su fragilidad, los cristales de las ventanas estaba a punto de romperse por la vibración profunda que producía cada trueno. La televisión crujía junto con la madera que la sostenía, comunicándose entre sí, acongojados al igual que lo estaba yo, por eso los entendía. Cuando la lluvia se alejaba, se escuchaba hasta el silencio, pero con ese murmullo constante del agua tocando el suelo y la conversación del canalón.

Toda la escena era como una canción de amor, en la que los enamorados se alejan y se acercan sin perder nunca la mirada. La tormenta venia y se volvía. La fuerza de la lluvia, hablaba conmigo. No la veía, pero la escuchaba, olía el olor húmedo de tierra y césped mojado. La sentía que se acercaba a mí… Cada vez venía con más fuerza y yo, cada vez con más miedo. Estaba sólo y la tormenta sonaba como los miedos en mi cabeza, y ahora, también en mi corazón agitado por ella. Este baile se volvía intenso y parecía un vals, en el que nos balanceábamos a compás ternario. En el primer paso, sonaba el trueno y me llamaba para bailar. En los siguientes compases, me mecía en la lluvia como el vals de Shostakovich, hasta que otro trueno me hacía bailar en la tormenta. Así se balanceaba hasta la casa. En este baile me sentía a la vez que a gusto, cagado de miedo.

Cuando sonó el primer trueno y vi el resplandor, me recorrió el estómago un escalofrío tan grande, que lo sentí como si me dieran un puñetazo. Pensé -si sólo es una tormenta, lo que ha sonado es un trueno nada más- Mi cabeza intentaba calmar a mi cuerpo con hambre de miedo, pero mi cuerpo estaba acojonado. Nunca había escuchado una tormenta que me causara tanto miedo, aunque éste, que era otro, gritaba al ritmo de la tormenta.

Parecía que paraba la tormenta y se alejaba por fin, de casa y de mí. Se reducía su sonido como el fade out de una canción que termina. El murmullo de los dos amigos del canalón, se desvanecía reduciendo el volumen hasta extinguirse al mismo tempo que la tormenta que los daba de hablar. En la casa, se volvía a escuchar el tic tac del reloj de mi habitación. Era el metrónomo de la vida en el hogar. Todo lo hacia basándome en él. En el desayuno, me marcaba el tiempo de los pasos para andar de la cocina al salón y al baño. Eran doce pasos, seis compases binarios en los que tatareaba melodías de nanas para, en vez de dormirme, despertarme más. Cuando llegaba a casa a la hora de comer, según entraba por la puerta tatareaba la canción de “Home Sweet Home” y el reloj se convertía en la claqueta del tatareo. Comía sin música ni tele, sólo con el sonido de la comida en mi boca a tiempo con el reloj. Cuando llegaba por la noche y antes de dormir, me acordaba de nuevo de mi amigo el reloj. Me mecía en su tic tac y mis pensamientos se volvían sueños de repente al escucharlos con las palabras constantes a tempo del reloj, dándome las buenas noches.

Al seguir los pasos del tic tac, escuché el ruido de fondo del tren de medianoche. Y es que fuera de casa, al igual que dentro, todo va a tiempo, pero además, todo es puntual y tienen su justo momento. Como en las orquestas musicales de Gustav Mahler, que escribía obras de hasta mil individuos sonando a la vez o por turnos, todos tenían su justo momento. El ruido chirriante que hacen los vagones al pasar por las vías y el tic tac se sincopaban y daba más ritmo al silencio que acababa de dejar la tormenta.

Era consciente de todos los sonidos, porque me quería dormir, pero no podía. Dar tantas vueltas en la cama me hacía estar más despierto aún. Mira que sé de sobra que cuanto más despierto te quedas en la cama, más sueño te entra. Pues en este caso, me pasaba lo contrario: Cuanto más despierto me quedaba, más despierto me quedaba y el sonido del reloj no convertía mis pensamientos en sueños, simplemente sonaba, dando ritmo a la nada. A mi cabeza llegaban -las que yo llamaba- ideas de precipicio, ya que venían, se presentaban y se caían por un barranco, una tras otra como las ovejas que saltan la valla. Así, venían una tras de otra sin parar, hasta que una de ellas se presentó y no se tiró. Se quedó de puntillas y con los brazos abiertos de forma permanente al borde del abismo sosteniendo y acumulando todas las demás ideas que venían detrás, causándome el dar las mismas vueltas en la cama, que ideas sostenidas.

Ésta, era una idea relacionada con lo que había experimentado aquella tarde.